Estamos en San Juan del Sur, localidad costera nicaragüense bañada por las aguas del Océano Pacífico. Pertenece al departamento de Rivas. En realidad es un poblachón sin interés, al margen de la fauna que pulula por sus escasas calles, como veremos en otro artículo. ¿Entonces qué es lo que hace de esta pequeña población un destino turístico? Su magnífica bahía, ni más ni menos. Simplemente una playa que se abre en forma de herradura, de fina arena y amplias mareas, como corresponde al mayor océano del mundo.
Esta pequeña ciudad es muy joven, ya que surgió en el siglo XIX como puerto de embarque en el Pacífico para los viajeros que atravesaban Centroamérica remontando el río San Juan y cruzando el lago de Nicaragua, en lo que era un periplo necesario antes de la construcción del Canal de Panamá. Su pequeña bahía está muy bien protegida por sendos cerros en sus extremos, por lo que constituye un estupendo puerto natural.
La principal actividad económica de San Juan del Sur es la pesca, como delatan las numerosas embarcaciones que en todo momento podemos ver ancladas en el centro de la bahía, aunque mezcladas con otras de recreo. Sin embargo, también es el principal destino turístico de playa tanto para nicaragüenses adinerados como para hordas de gringos adolescentes que buscan un lugar muy barato donde poder pasar las noches borrachos y después dormir la mona quemando sus barrigas al sol.
Así las cosas, lo mejor que podemos hacer al caer la tarde es acercarnos a esa larga playa. Dando un paseo encontramos varios restaurantes y chiringuitos playeros donde a esta hora, demasiado pronto para la cena, algunos turistas toman un trago perezosamente. Un poco más allá unos jóvenes juegan al balonvolea sobre la arena. Ante nosotros, la arena mojada delata la amplia marea que se ha ido retirando. El sol, ya bajo, produce un curioso efecto: parece como si el paisaje marino estuviera en blanco y negro.
La playa está tranquila, hay muy poca gente. Ésa es su gran virtud. Seamos claros: una playa es un montón de arena delante de un montón de agua. Poco más. No se diferencian mucho unas de otras. Pero a veces, sólo a veces… una playa tiene un aire mágico, algo que la convierte en un sitio especial. A veces, en una playa, uno tiene la sensación de que el tiempo pasa lenta y plácidamente. Una brisa en la cara, unas palmeras que se agitan, unos chiringuitos de madera de los que surge un susurro de música salsera, una arena húmeda que brilla…
Y de repente uno se percata de que el sol está ya muy bajo, y ese brillo claro sobre el agua se va tornando amarillento. Claro, es eso: se va a poner el sol, y no será una puesta de sol cualquiera. Estamos en la costa occidental del país, lo que significa que el océano está al oeste… Nada se interpone entre nosotros y el horizonte, más plano que nunca. Para alguien que es orgullosamente de tierra adentro, inusualmente plano. Y ese sol tropical, alto, poderoso, ardiente… se va a convertir en una bola de fuego, lo presentimos.
Y estamos con la cámara en la mano… Hay que darse prisa. Dejar escapar la oportunidad sería algo para lamentar de por vida. Todo está claro, es obvio. Hay que ir a uno de esos chiringuitos, armarse de una rica cerveza local y, aprovechando que hay pocos clientes, sentarse en una mesa en primera línea, justo delante de la barandilla de madera. Ésta última hará las veces de trípode. Nada hay entre nosotros y esa bola que torna el cielo cada vez más rojo. Apenas una playa, algún que otro paseante, unas olas rompiendo y una flota pesquera… No nos impedirán nuestro encuentro con el astro rey, al que vamos a tratar de tú a tú.
El disparador de la cámara echa humo, uno siente la necesidad de capturar cada instante, cada sensación. Guardar este momento, esta experiencia, para mostrarla al mundo. Ante el objetivo se cruza una pareja que pasea por la playa, un tipo en una canoa, otro que hace una pirueta sobre la arena. Son siluetas que se recortan sobre el rojo horizonte. Rojísimo, intensamente rojo. ¿Sabrán que estamos retratándolos? Uno se siente tentado de pensar que sí, que están posando para nosotros, o bien es una suerte excepcional la de haber captado esta colección de siluetas magníficas.
Un poco más allá, las olas rompen incansables, y más al fondo las embarcaciones ancladas en la bahía se mecen plácidamente sobre el agua. Las gaviotas también quieren colaborar en este cuadro que se diría pintado al óleo, y se cruzan para que las capturemos con las alas desplegadas sobre el cielo rojo. No falta ningún detalle. Es una de esos rarísimos, infrecuentes casos en que todos los elementos (personas, animales, paisaje, fenómenos meteorológicos) parecen confabularse y colocarse ente nosotros como si de un gran decorado se tratase, como si danzasen para nosotros. Todo rezuma armonía. Es una sensación extraña pero maravillosa.
El sol se oculta, pero el cielo aún no pierde su colorido. Pinceladas de rojo, de morado… La escena está llegando a su fin. En ese momento, un niño se suelta de la mano de su madre, avanza hacia las olas y se para observando el horizonte, como ofreciéndonos una última imagen que inmortalizar, una imagen cargada de simbolismo. Y un instante después el cielo se oscurece definitivamente. Uno respira hondo y se pregunta si ha sido real. Lo comprobamos en la cámara. Las fotos no dejan lugar a dudas: ha sido real. Y entonces, apurando el último trago, esbozamos una sonrisa de satisfacción. San Juan del Sur, el vulgar poblachón nicaragüense, nos ha regalado inesperadamente unos momentos intensos e inolvidables. Éste es su testimonio gráfico.
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