A apenas tres quilómetros de la ciudad de Granada, en Nicaragua, se encuentra un pequeño paraíso natural. Hablamos de las llamadas Isletas de Granada, un conjunto de 365 islotes situados a orillas del lago Cocibolca (también llamado lago de Nicaragua), en derredor de la península de Asese. Tanto la península como los islotes se formaron por una avalancha del cercano volcán Mombacho, y vistos desde el espacio (véase el mapa adjunto) parecen una salpicadura adentrándose en el lago. Por sorprendente que parezca, las isletas son el hogar de unas 1.200 personas.
Desde las tranquilas calles de la bella ciudad nicaragüense podemos tomar un taxi, que nos costará unos pocos córdobas y nos dejará en pocos minutos en el embarcadero de Asese. Desde allí podremos explorar este encantador enclave natural. Las diferentes agencias de la ciudad ofrecen paseos en barco por un módico precio, pero nosotros hemos escogido la piragua, una embarcación que nos permitirá adentrarnos en los más intrincados recovecos de esta maraña de islotes y apreciar todos sus detalles a ras de agua.
Nuestra piragua, de fabricación francesa (de esta nacionalidad son los amables dueños de la agencia donde hemos contratado el paseo), es pequeña y de gran estabilidad, prácticamente imposible de volcar. Además es biplaza, de modo que nuestra guía (que irá detrás, cediéndonos la mejor visibilidad) nos irá dirigiendo e informando sobre todo lo que vayamos viendo. Por otro lado, el manejo de las palas es sencillísimo y no se necesita experiencia previa.
Así pues, comenzamos nuestra singladura. A nuestra espalda dejamos el embarcadero y la silueta del volcán Mombacho, que estará siempre presente, como contemplando su obra. Aunque el lago de Nicaragua es un pequeño mar interior con oleaje y mareas, en este lugar estamos encerrados por la península, de modo que el agua está muy calma, con apenas unas ondulaciones producidas por la agradable brisa. La hora elegida, al final de la tarde, nos permite soportar mejor el pesado calor tropical.
Nos movemos por las zonas más cercanas a la costa, siempre entre las isletas, para poder apreciar mejor la rica vida salvaje que aquí se desarrolla. Lo primero que encontramos son colonias de nenúfares, el hábitat de pequeñas aves que con su peso liviano se pueden permitir caminar sobre ellas dándose un festín de insectos. He aquí lo que queríamos: el primer ejemplar de la fauna lacustre que se pasea distraídamente ante nuestro objetivo. La disponibilidad de nuestra guía y la calma del agua (se diría que estamos en una bañera) nos permite parar la piragua y disparar la cámara a placer. Lo que no imaginamos es la facilidad con la que vamos a cazar a gran cantidad de aves en sus actividades cotidianas en los siguientes minutos.
Efectivamente, seguimos cerca de la costa y aparece ante nosotros una garza de blanquísimo plumaje. La captamos en diferentes posturas, siempre sobre sus dos patas. Es consciente de nuestra presencia, pero no está inquieta. La pericia de nuestra guía hace que nos aproximemos lo máximo posible sin llegar a asustarla. Se diría que el ave posa ante nosotros, orgullosa. Camina unos pasos, vuela unos metros, aterriza un poco más allá, la seguimos y aún la captamos de nuevo entre las plantas y las rocas. Emocionante momento y bellas imágenes.
Navegar a ras de agua nos ofrece la agradable sensación de estar nadando, de ser parte del entorno. Entramos y salimos de las isletas y en varias ocasiones observamos pequeños barcos con varios turistas que han venido a disfrutar del lugar. Con satisfacción pensamos que ellos no pueden ver la fauna y la flora tan de cerca, sentirse tan integrados como nosotros. Así es, nosotros podemos pasar a centímetros de las recortadas costas de las isletas, incluso tocar las plantas. La vegetación de las isletas es exuberante y espectacular. A veces encontramos gruesos y deformes troncos que se desparraman hacia la orilla, otras veces raíces aéreas que, como las patas de una araña, se adentran en el agua.
El agua en algunos lugares bien escondidos está tan calma y es tan cristalina que uno puede divertirse tomando fotos de una isleta con su reflejo sobre el agua y obtener una imagen doble, como si de un espejo se tratase. Y de pronto, allí enfrente, un colorido martín pescador posado sobre una rama se presenta ante nuestro objetivo. Tranquilo, no se percata del hecho de estar siendo retratado.
Seguimos muy cerca de la vegetación lacustre, tan cerca que las ramas más largas están a nuestro alcance. Nuestra guía nos enseña una flor cerrada, que parece un espárrago. Nuestra sorpresa es mayúscula cuando la abre retorciéndola y sale una maraña de pistilos de un vivo color rojo, creando un precioso efecto. Un poco más allá, algunos árboles tienen unas ramas tan largas que se prolongan por encima del agua creando una especie de paraguas natural. Navegamos por debajo de él, y nos dejamos seducir por el efecto de sus ramas recortadas en el azul del cielo.
Las isletas son minúsculas. Muchas no superan los cien metros cuadrados, pero unas pocas son más grandes y llegan a una hectárea de superficie. Algunas están habitadas y desde la piragua podemos identificar las casas de los lugareños. Casas modestas, pues la mayoría son gentes dedicadas a la pesca. Su medio de transporte, claro, pequeñas embarcaciones, ya sean de remos o de motor.
Podemos ver a algunos lugareños desarrollando sus actividades cotidianas: así, una niña en la orilla de una isleta esperando el paso de un barco de turistas para venderles algunas artesanías, un hombre con su hijo en una barca de remos, o dos chavales en aguas más abiertas pescando con una red. Y como siempre, el volcán Mombacho nos recuerda con su presencia la fuerza de la Naturaleza.
Como el agua tiene poca profundidad, encontramos a nuestro paso varios postes de amarre que se convierten en improvisadas atalayas para las aves del lago. Así, primero un halcón y seguidamente un altivo cormorán nos observan desde la distancia. Nuestro recorrido se acerca al final, lo sabemos, pero quisiéramos que el paseo no terminase nunca. Mientras, sobre nuestras cabezas aparecen altísimos cocoteros que dejan en ridículo las robustas palmeras mediterráneas o extraños árboles de largas ramas desnudas.
Ya nos vamos aproximando al embarcadero, sin saber que este magnífico entorno natural nos reserva una última sorpresa. A nuestro frente, una vez más, una blanca garza se apresta a levantar el vuelo. Cámara en mano, el dedo en el disparador, la observamos entendiendo que la ocasión es única y no la podemos desaprovechar. La garza, majestuosa, se alza sobre nuestras cabezas ofreciéndonos una imagen inolvidable. Es una inmejorable despedida de las Isletas de Granada.
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